Prueba mitad de semestre

Pontificia Universidad Católica de Chile.
Facultad de Letras.

1) Por favor elija uno de los textos literarios seleccionados y elabore una lectura de a lo más tres páginas sobre el de su elección. Entendemos una lectura como una interpretación que dialoga con la teoría que hemos visto en clases, es decir, no esperamos un comentario (meras impresiones personales), sino que un trabajo analítico y creativo sobre el texto. También le sugerimos explicitar el o los puntos de vista teóricos que esta privilegiando o bien los conceptos que utiliza en el texto mismo, y si entorpece la redacción, a pie de página.

Textos:
a) “El cometa Halley” Reinaldo Arenas
b) “Ars poetique” o “Ars poetique, deux” de Rodrigo Lira
c) “Pigmalion” Augusto Monterroso

(los textos se encuentran el blog del curso (en la página del curso está El cometa Halley) y también en la red (Cuentos ciudad Seva)

Pauta evaluación

Diálogo pertinente entre texto literario y textos o conceptos teóricos 3 ptos.
Percepción, comprensión y análisis crítico de los textos literarios y problemas teóricos expuestos en clases. 2 ptos.
Plan de redacción, bibliografía, aspectos formales (citas) MLA 1 pto.

Textos para prueba

Ars poetique
Rodrigo Lira
para la galería imaginaria

Que el verso sea como una ganzúa
Para entrar a robar de noche
Al diccionario a la luz
De una linterna
sorda comoTapia
Muro de los Lamentos
Lamidos
Paredes de Oído!
cae un Rocket ... pasa un Mirage
los ventanales quedaron temblando
Estamos en el siglo de las neuras y las siglas
y las siglas
son los nervios, son los nervios
El vigor verdadero reside en el bolsillo
es la chequera
El músculo se vende con paquetes por Correos
la ambición
no descansa la poesía
está c
ol
g
an
do
en la dirección de Bibliotecas Archivos y Museos de Artículos de lujo, de primera
necesidad,
oh, poetas! No cantéisa las rosas,
oh, dejadlas madurar y hacedlas
mermelada de mosqueta en el poema
El Autor pide al Lector diScurpas por la molestia (Su Propinaes Misuerdo)

Ars poétique, deux
Rodrigo Lira

Porque escribo estoy así. Por
Qué escribí porque escribí 'es
Toy vivo', la poesía
Terminó con-
migo.
huero V a c u o
gastado e in-nútil ejer-
Cisio: "el adjetivo mata, Matta...!
"Fri-volidad ociosa, tediosa y
Esporádica
-hasta un cierto punto:
sobrevivo a una muerte
que podría vivirse. Ademáas,
la poesía
Me abandona a medio día;
cuando escriba,
no conduzca noCorra:
poesía hay en todas partes
Sólo para n o s o t r o s mueren
todas las cosas el Sol:
bajo nada
Nuevo: decadentismo de tercera
Mano a mano hemos quedado
a o a a o o a o
los poetas
e
son unos pequeñísimos reptiles:
ni alquimistas ni
albañiles ni
andinistas: bajaron del monte
Olimpo, cayeron de la montaña
Rusa se sa-
caron la cresta paaalabraaa
en la noche ya nada
en la noche ya nada
está en calma Poetry
May be Hazardous1 to Your
Health
¡Oh, Poesíiah!
Il nostro
Ayuntamiento
k
acaba/
a a
1 Can Seriosly Damage (it was determined so later than the statement quoted supra).

Pigmalión
[Cuento. Texto completo]
Augusto Monterroso

En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar.

Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.

Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.

Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.

El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.

Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.

Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.

En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.

Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás.

Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.

Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.

A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.

FIN

Como leer a Lacan (Traducción de Paula González)

Introducción

Hagámonos un poco de lavado de cerebro a nosotros mismos.

En el año 2000, el centenario de la publicación de Freud, La interpretación de los sueños, fue acompañado por una nueva ola de triunfalistas declaraciones sobre la muerte del psicoanálisis: con los avances en las ciencias del cerebro, está enterrado donde siempre debió estar, en el cuarto de trastes de la búsqueda oscurantista de significados secretos anterior a la ciencia, junto con confesores religiosos e interpretadores de sueños. Como Todd Dufresne lo expresa, ninguna otra figura en la historia del pensamiento humano estaba más errada en sus fundamentos –con la excepción de Marx, agregarían algunos. Era esperable que en el 2005 el tristemente célebre Libro negro del comunismo, que enumeraba todos los crímenes comunistas, fuera seguido por el Libro negro del psicoanálisis, enumerando todos los errores teóricos y fraudes clínicos del psicoanálisis. En esta forma negativa, al menos, la profunda solidaridad entre el marxismo y el psicoanálisis es mostrado ante todos.

Hay algo que decir acerca de este servicio fúnebre. Hace un siglo, para situar el descubrimiento del inconsciente en la historia de Europa moderna, Freud desarrolló la idea de tres humillaciones sucesivas del hombre, las tres ‘enfermedades narcisistas’, como las llamó. Primero Copérnico demostró que la Tierra gira alrededor del sol, y nos privó a los humanos de ser el centro del universo. Luego Darwin demostró nuestro origen en la evolución, y nos quitó el lugar de honor entre los seres vivos. Finalmente, cuando Freud develó el rol predominante del inconsciente en los procesos psíquicos, resultó que nuestro ego ni siquiera manda en su propia casa. Hoy, un siglo después, una cruda imagen está apareciendo: los últimos descubrimientos científicos parecen infligir una nueva serie de humillaciones en la imagen narcisista del hombre: nuestra propia mente es una simple máquina computadora que procesa información; nuestra sensación de libertad y autonomía es la ilusión de esta máquina. A la luz de las ciencias del cerebro de hoy, el mismo psicoanálisis, lejos de ser subversivo, parece más bien pertenecer al campo humanista tradicional amenazado por las últimas humillaciones.

Entonces, ¿está el psicoanálisis obsoleto hoy en día? Parece que lo fuera en tres niveles conectados: (1) en el del conocimiento científico, donde el modelo cognitivo-neurobiológico de la mente humana parece superar el modelo freudiano; (2) en el de la clínica psiquiátrica, donde el tratamiento psicoanalítico está perdiendo terreno ante las pastillas y la terapia del comportamiento; (3) en el contexto social, donde la imagen freudiana de una sociedad y normal sociales que reprimen los instintos sexuales de los individuos no parece ser una imagen válida de la permisividad hedonística de hoy.

Sin embargo, en el caso del psicoanálisis el servicio fúnebre podría ser prematuro, celebrado por un paciente que aún tiene una larga vida por delante. En contraste a las verdades ‘evidentes’ abrazadas por los críticos de Freud, my propósito es demostrar que el tiempo del psicoanálisis solo ha llegado recientemente. Visto por los ojos de Lacan, mediante lo que Lacan llamó su ‘retorno a Freud’, las ideas clave de Freud finalmente emergen en su verdadera dimensión. Lacan no entendió su retorno como un retorno a lo que Freud dijo, sino que al núcleo de la revolución freudiana, de la cual Freud mismo no estaba completamente al tanto.

Lacan comenzó su ‘retorno a Freud’ con la lectura lingüística del edificio psicoanalítico completo, encapsulado en lo que es, quizás, su fórmula más conocida: “el inconsciente está estructurado como lenguaje”. La percepción predominante del inconsciente es que es el dominio de los instintos irracionales, algo opuesto a la consciencia racional. Para Lacan, esta concepción de lo inconsciente pertenece a la Lebensphilosophie (la filosofía de vida) romántica y no tiene nada que ver con Freud. El inconsciente freudiano causó tal escándalo no por la aseveración de que el yo racional está subordinado al mucho más vasto dominio de los instintos irracionales ciegos, sino porque demostró cómo el inconsciente mismo obedece su propia gramática y lógica: el inconsciente habla y piensa. El inconsciente no es el dominio de instintos alocados que deben ser domados por el ego, pero el lugar donde una verdad traumática se confiesa. Ahí yace la versión de Lacan de la consigna de Freud Wo es war, soll ich weden (Donde eso estaba, yo seré): no es “el ego debe conquistar al ello”, sino “me atreveré a acercarme al lugar de mi verdad”. Lo que ahí me espera no es una Verdad profunda con la que debo identificarme, sino una verdad insoportable con la que debo aprender a vivir.

¿Cómo, entonces, difieren las ideas de Lacan de las principales escuelas de pensamiento psicoanalíticas y de Freud mismo? Respecto a otras escuelas, la primera cosa que llama la atención es el tenor filosófico de la teoría lacaniana. Para Lacan, el psicoanálisis en su base más profunda no es una teoría y técnica para tratar desórdenes psíquicos, sino una teoría y práctica que confronta a los individuos con la dimensión más radical de la existencia humana. Este no muestra a los individuos la manera de acomodarse a las demandas de la realidad social; en cambio, explica cómo algo como la ‘realidad’ se constituye en primer lugar. Este no permite, simplemente, a un ser humano aceptar la verdad reprimida acerca de sí mismo; explica cómo la dimensión de verdad aparece en la realidad humana. En la visión de Lacan, patologías como la neurosis, la psicosis y las perversiones tienen la dignidad de actitudes filosóficas fundamentales respecto a la vida. Cuando sufro de neurosis obsesiva, esta ‘enfermedad’ tiñe toda mi relación con la realidad y define la estructura global de mi personalidad. La crítica principal de Lacan de otros enfoques psicoanalíticos se relaciona con su orientación clínica: para Lacan, la meta del tratamiento psicoanalítico no es el bienestar, una vida social satisfactoria o la realización personal del paciente, sino lograr que el paciente confronte las coordenadas elementales y los puntos muertos de sus deseos.

Respecto a Freud, la primera cosa que llama la atención es que la clave usada por Lacan en su ‘retorno a Freud’ viene de un campo ajeno al psicoanálisis: para conseguir los tesoros ocultos de Freud, Lacan reclutó una diversa tribu de teorías, desde la lingüística de Ferdinand de Saussure, pasando por la antropología estructural de Claude Lévi-Strauss, hasta la teoría de los conjuntos y la filosofía de Platón, Kant, Hegel y Heidegger. Luego, la mayoría de los conceptos clave de Lacan no tienen un equivalente en la teoría de Freud: Freud nunca menciona la tríada de lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real, nunca habla de ‘lo Otro’ como el orden simbólico, habla de ‘ego’, no de ‘sujeto’. Lacan usa estos términos importados de otras disciplinas como herramientas para hacer distinciones que están implícitamente presentes en Freud, incluso si él no estaba al tanto de esto. Por ejemplo, si el psicoanálisis es una ‘cura mediante la palabra’, si trata los desórdenes patológicos solamente con palabras, esto debe basarse en alguna noción del habla. La tesis de Lacan es que Freud no era consciente de la noción de habla implicada por su propia teoría y práctica, y que solo podemos desarrollar esta noción si nos referimos a la lingüística saussureana, la teoría de los actos de habla y las dialécticas de reconocimiento hegelianas.

El ‘retorno a Freud’ de Lacan proporcionó una nueva base teórica para el psicoanálisis con inmensas consecuencias para el tratamiento analítico. Controversia, crisis, incluso escándalos acompañaron a Lacan durante su carrera. No solamente fue forzado, en 1953, a cortar lazos con la Asociación Psicoanalítica (ver Cronología), sino que sus ideas provocativas molestaron a muchos pensadores progresistas, de marxistas críticos a feministas. Aunque, en la academia occidental, Lacan es usualmente considerado como alguna clase de postmodernista o deconstruccionista, él se destaca de los espacios que estas etiquetas describen. Toda su vida superó etiquetas relacionadas con su nombre: fenomenologista, hegeliano, heideggeriano, estructuralista, postestructuralista; esto no sorprende, pues la característica más notable de su enseñanza es su permanente autocuestionamiento.

Lacan era un lector e intérprete voraz; para él, el psicoanálisis es un método para leer textos, tanto orales (el habla del paciente) o escritos. Qué mejor manera para leer a Lacan, entonces, para practicar su modelo de lectura, que leer textos de otros con Lacan. Por esto, cada capítulo de este libro confrontará un pasaje de Lacan con otro fragmento (de filosofía, de arte, de cultura popular e ideología). La posición lacaniana será deducida desde la lectura lacaniana del otro texto. Otra característica de este libro es una dramática exclusión: ignora casi completamente la teoría de Lacan acerca de lo que sucede en el tratamiento psicoanalítico. Lacan era, primero que todo, un clínico, y los asuntos clínicos impregnan todo lo que escribió e hizo. Incluso cuando lee a Platón, Tomás de Aquino, Hegel o Kierkegaard, es para dilucidar un problema clínico particular. La omnipresencia de estos problemas es lo que nos permite excluirlos: precisamente porque lo clínico está en todas partes, uno puede acortar el proceso y concentrarse en sus efectos, en la manera en que impregna todo lo que parece no ser clínico – esto es la verdadera prueba de su lugar central.

En vez de explicar a Lacan a través de su contexto histórico y teórico, Cómo leer a Lacan usará a Lacan mismo para explicar nuestros problemas sociales y libidinales. En vez de hacer un juicio imparcial, esto derivará en una lectura partisana – es parte de la teoría lacaniana que toda verdad es parcial. Lacan mismo, en su lectura de Freud, ejemplifica el poder de semejante acercamiento parcial. En sus Notas para una definición de la cultura, T.S. Eliot destaca que hay momentos en que la única opción es aquella entre el sectarianismo y la no-creencia, coyuntura que ocurre cuando la única forma de mantener a una religión viva es hacer un corte sectario de su cuerpo principal. Mediante este corte sectario, removiéndose del cadáver de la Asociación Internacional Psicoanalítica, Lacan mantuvo vivas las enseñanzas de Freud. Cincuenta años más tarde, es nuestra labor hacer lo mismo con Lacan.


I

Gestos vacíos y conductuales: Lacan se enfrenta al complot de la CIA

¿Es con los regalos de los Danaoi[*] o con las contraseñas que les otorgan sus tonterías saludables que el lenguaje, con la ley, comienza? Porque estos regalos ya son símbolos, por cuanto símbolo significa pacto y porque son, primero que todo, significantes del pacto que constituyen como significado, como se ve claramente en que los objetos de intercambio simbólico –vasijas hechas para permanecer vacías, escudos demasiado pesados para ser cargados, gavillas de trigo que se marchitan, lanzas enterradas en el suelo– están destinados a ser inútiles, si no simplemente superfluos por su misma abundancia.

¿Es esta neutralización del significante la naturaleza del lenguaje? En este asunto, uno podría ver el origen de ello entre las gaviotas, por ejemplo, durante la época de apareamiento, materializada en los pescados que se pasan entre ellas de pico a pico. Y si los etólogos tienen la razón cuando ven en esto el instrumento de una activación del grupo que puede ser llamado el equivalente de un festival, estarían completamente en lo correcto en reconocerlo como un símbolo.

Las telenovelas mexicanas son grabadas a un paso tan frenético (todos los días hay un episodio de 25 minutos) que los actores ni siquiera reciben el libreto para aprenderse las líneas con anterioridad; usan pequeños audífonos en sus oídos que les dicen qué hacer, y aprenden a actuar lo que oyen (‘¡ahora pégale una cachetada y dile que lo odias! ¡Entonces abrázalo!...’). Este procedimiento nos entrega una imagen de lo que, de acuerdo a la percepción común, Lacan quiere decir con ‘el gran Otro’. El orden simbólico, la constitución no escrita de la sociedad, es la segunda naturaleza de todos los seres parlantes: está ahí, controlando y dirigiendo mis acciones; es el mar en el que nado, y sin embargo permanece impenetrable – nunca puedo ponerlo frente a mí y comprenderlo. Es como si nosotros, sujetos del lenguaje, habláramos e interactuáramos como títeres, nuestra habla y gestos dictados por alguna agencia anónima y omnipresente. ¿Significa esto que, para Lacan, los individuos humanos somos meros epifenómenos, sombras sin ningún poder propio, que nuestra percepción de nosotros mismos como agentes libres y autónomos es una especie de ilusión del usuario, cegándonos al hecho de que somos herramientas en las manos del gran Otro que se esconde tras la pantalla y tira de los hilos?

Hay, sin embargo, muchas características del gran Otro que se pierden en esta noción simplificada. Para Lacan, la realidad de los seres humanos está constituida por tres niveles mezclados, lo Simbólico, lo Imaginario y lo Real. Esta tríada puede ser ilustrada por el juego de ajedrez. Las reglas que uno debe seguir para poder jugar son esta dimensión simbólica: desde el punto de vista puramente formal, el ‘caballo’ está definido solamente por los movimientos que esta figura puede hacer. Este nivel es claramente distinto del nivel imaginario, a saber, la forma en que las diferentes piezas tienen una forma y un nombre que las caracteriza (rey, reina, caballo), y es fácil imaginar un juego con las mismas reglas, pero con un imaginario distinto en que esta figura se llamaría ‘mensajero’ o ‘corredor’ o cualquier otra cosa. Finalmente, lo real es el complejo conjunto de circunstancias contingentes que afectan el desarrollo del juego: la inteligencia de los jugadores, las intrusiones impredecibles que pueden desconcertar a un jugador o, directamente, terminar un juego.

El gran Otro opera en un nivel simbólico. ¿De qué, entonces, está constituido este orden simbólico? Cuando hablamos (o escuchamos), no solamente interactuamos con otros; nuestro uso del habla se basa en nuestra aceptación y confianza en un sistema complejo de reglas y otras presuposiciones. Primero están las reglas gramaticales que tengo que dominar ciega y espontáneamente: si tuviera estas reglas en la mente todo el tiempo, mi discurso se interrumpiría. Luego está la base de participar en el mismo mundo que nos permite a mí y a mi interlocutor comprendernos mutuamente. Las reglas que sigo están marcadas por una gran división: hay reglas (y significados) que sigo ciegamente, por hábito, pero de las que, si reflexiono, puedo hacerme al menos parcialmente consciente (como las reglas gramaticales comunes); y hay reglas que sigo, significados que me atormentan, en la ignorancia (como las prohibiciones inconscientes). Luego hay reglas y significados que conozco, pero que no necesito ver para conocerlas – juegos de palabras sucios o obscenos que uno ignora en silencio para mantener las apariencias apropiadas.

Este espacio simbólico actúa como una regla contra la que puedo medirme. Es por esto que el gran Otro puede ser personificado en un único agente: el ‘Dios’ que me ve desde el más allá, sobre todos los individuos reales, o la Causa que me involucra (Libertad, Comunismo, Nación) y por la que estoy dispuesto a dar la vida. Mientras hablo, no soy simplemente un ‘cualquier otro’ (individuo) interactuando con otros ‘cualquier otros’: el gran Otro debe estar siempre presente. Esta referencia inherente a lo Otro es el tema de una broma insignificante acerca de un pobre hombre que, habiendo sufrido un naufragio, se encuentra varado en una isla con, digamos, Cindy Crawford. Luego de tener sexo con él, ella pregunta cómo estuvo; su respuesta es genial, pero que todavía tiene una pequeña petición para satisfacerse por completo – podría ella vestirse como su mejor amigo, ponerse pantalones y pintarse un mostacho en la cara? Él le asegura que no es un pervertido, como verá cuando haya cumplido lo que le pidió. Cuando ella lo hace, él se le acerca, le da un codazo en las costillas, y le dice con la mirada lasciva de la complicidad masculina: ‘¿No sabes lo que me pasó? ¡Acabo de tener sexo con Cindy Crawford!’. Este Tercero, que siempre está presente como testigo, oculta la posibilidad de un placer privado e inocente. El sexo es siempre mínimamente exhibicionista y depende de la mirada de otro.

A pesar de su gran poder, el gran Otro es frágil, insubstancial, virtual, en el sentido de que su estatus es el de una presuposición subjetiva. Existe solamente en cuanto los sujetos actúan como si existiera. Su estatus es similar al de una causa ideológica como el Comunismo o la Nación: es la substancia de los individuos que se reconocen en ella, la base de su propia existencia, el punto de referencia que les provee de un horizonte de significado, algo por lo que estos individuos están dispuestos a entregar sus vidas, y sin embargo lo único que realmente existe son los individuos y su actividad; esta substancia es real solamente mientras los individuos creen en ella y actúan de acuerdo a esto. Es por el carácter virtual del gran Otro que, como Lacan lo expresó al final de su ‘Seminario sobre la carta robada’, que una carta siempre llega a su destino. Uno puede decir que la única carta que efectivamente llega a su destino es la que no se envía – su verdadera dirección no son otros seres de carne y hueso, pero el gran Otro en sí mismo.

La preservación de la carta sin enviar es su característica más notable. Ni el hecho de escribirla ni el hecho de enviarla son notables (generalmente hacemos borradores de cartas que descartamos), pero el gesto de quedarnos con el mensaje cuando no tenemos intención alguna de enviarlo. Guardando la carta, estamos de algún modo ‘enviándola’ de todos modos. No estamos renunciando a la idea o descartándola como tonta o indigna (como hacemos cuando rompemos una carta); por el contrario, estamos dándole un voto de confianza extra. Estamos, en efecto, diciendo que nuestra idea es demasiado preciosa como para confiársela a la mirada del receptor, quien podría no comprender su valor, así que se la ‘enviamos’ a su equivalente en la fantasía, en quien podemos contar absolutamente por un entendimiento y una lectura apreciativa.

¿No pasa lo mismo con el síntoma en el sentido freudiano del término? De acuerdo a Freud, cuando desarrollo un síntoma, produzco un mensaje codificado acerca de mis secretos más íntimos, mis deseos inconscientes y mis traumas. El receptor de estos síntomas no es otro ser humano: antes de que un analista descifre mi síntoma, no hay nadie que pueda leer su mensaje. ¿Quién es, entonces, el receptor del síntoma? El único candidato que queda es el virtual gran Otro. Este carácter virtual del gran Otro implica que el orden simbólico no es una substancia espiritual que existe independientemente de los individuos, sino algo que está sustentado por su actividad continua. Sin embargo, el origen del gran Otro todavía no está claro. ¿Cómo es que, cuando los individuos intercambian símbolos, no solamente interactúan con el otro, sino que siempre se refieren al virtual gran Otro? Cuando hablo acerca de las opiniones de otras personas, nunca es un tema de lo que yo, tú u otros individuos piensan, sino que también acerca de lo que el ‘uno’ impersonal piensa. Cuando violo alguna regla de decencia, yo nunca hago, simplemente, lo que la mayoría de los otros no hace – hago lo que ‘uno’ no hace.

Esto nos regresa al denso pasaje con el que abrimos este capítulo: en él, Lacan propone nada más ni nada menos que un relato del origen del gran Otro. Para Lacan, el lenguaje es un regalo tan peligroso para la humanidad como lo fue el caballo para los troyanos: se nos ofrece para usarlo de gratis, pero una vez que lo aceptamos, nos coloniza. El orden simbólico aparece desde un regalo, un ofrecimiento, que define su contenido como neutral para posar como regalo: cuando un regalo se nos es ofrecido, lo que importa no es su contenido sino el vínculo establecido entre dador y receptor cuando el receptor acepta el regalo. Lacan incluso especula sobre etología animal: las gaviotas que se pasan un pez de pico en pico (como para dejar claro que el vínculo establecido de esta forma es más importante que quién se quede finalmente con el pez y se lo coma) efectivamente entran en una especie de comunicación simbólica.

Todos quienes están enamorados saben esto: un regalo a nuestro enamorado, si es para simbolizar mi amor, debería ser inútil, superfluo en su abundancia – solamente así, con su valor de uso suspendido, puede simbolizar mi amor. La comunicación humana se caracteriza por una irreductible reflexividad: todo acto de comunicación simultáneamente simboliza el acto de la comunicación. Roman Jakobson llamó a este misterio fundamental del orden simbólico humano ‘comunicación fáctica’: el habla humana nunca se reduce a transmitir un mensaje, sino que además siempre afirma reflexivamente el pacto simbólico básico entre los sujetos que se comunican.

El nivel más elemental de intercambio simbólico es el llamado ‘gesto vacío’, una oferta hecha o pensada para ser rechazada. Brecht expresó conmovedoramente esta característica en su obra Jasager, en la cual a un niño pequeño se le pide aceptar libremente lo que, en cualquier caso, será su destino (ser lanzado al valle); como su profesor explica, es costumbre preguntarle a la víctima si está de acuerdo con su destino, pero es además costumbre que la víctima diga que sí. Pertenecer a una sociedad implica un punto paradójico en el que a todos se nos pide abrazar libremente, como resultado de nuestra elección, lo que de cualquier modo se nos ha impuesto (todos debemos amar a nuestro país, a nuestros padres, a nuestra religión). Esta paradoja de elegir libremente lo que es de cualquier modo obligatorio, de pretender (mantener las apariencias) que hay una libre elección cuando efectivamente no hay ninguna, es estrictamente co-dependiente de la noción de un gesto simbólico vacío, un gesto –una oferta– hecha para ser rechazada.

Algo similar es parte de nuestros códigos de comportamiento cotidianos. Cuando, luego de estar involucrado en una fiera competición por un ascenso con mi amigo más cercano, resulta que salgo ganador, lo correcto es ofrecer una renuncia, para que él consiga el ascenso, y lo correcto para él es rechazar mi oferta – de este modo, quizás, nuestra amistad puede salvarse. Lo que aquí tenemos es un intercambio simbólico en su expresión más pura: un gesto hecho exclusivamente para ser rechazado. La magia del intercambio simbólico es que, aunque al final estamos donde estábamos al principio, hay una ganancia distintiva para ambas partes en su pacto de solidaridad. Desde luego, el problema es: ¿qué ocurre si la persona a la que se le hace la oferta efectivamente la acepta? ¿Qué ocurre cuando, si he perdido la competencia, acepto la oferta de mi amigo de obtener el ascenso en vez de él? Una situación como esta es catastrófica: causa la desintegración de la apariencia (de libertad) pertinente al orden social, que equivale a la desintegración de la substancia social misma, la disolución del vínculo social.

La noción del vínculo social establecida mediante gestos vacíos nos permite definir de una forma precisa la figura del sociópata: lo que está más allá del entendimiento del sociópata es que ‘muchos actos humanos son hechos... por el bien de la interacción en sí misma’. En otras palabras, el uso del lenguaje del sociópata paradójicamente equivale a la noción común estándar del lenguaje como una herramienta puramente instrumental de comunicación, como signos que transmiten significados. Él usa el lenguaje, no se involucra en él, y es insensible a su dimensión conductual. Esto determina la actitud del sociópata respecto de la moral: mientras él sea capaz de discernir las reglas morales que regulan la interacción social, e incluso actual moralmente mientras lo que haga se ajuste a sus propósitos, carece de la ‘sensación visceral’ de lo bueno y lo malo, la noción de que uno simplemente no puede hacer algunas cosas, independientemente de las reglas sociales externas. En pocas palabras, un sociópata verdaderamente practica la idea de moralidad desarrollada por el utilitarismo, de acuerdo al cual la moral designa un comportamiento que adoptamos mediante el cálculo inteligente de nuestros intereses (a la larga, nos beneficia a todos si tratamos de contribuir al placer de la mayor cantidad de gente): para él, la moralidad es una teoría que uno aprende y sigue, no algo con lo que uno se identifica substancialmente. Hacer mal es un error de cálculo, no un acto culpable.

Por esta dimensión conductual, toda opción que confrontamos en el lenguaje es una meta-opción, es decir, una opción de la opción misma, una opción que afecta y cambia las coordenadas de mi elección. Recordemos la situación cotidiana en que mi compañero (sexual, político o financiero) quiere que cierre un trato; lo que me dice es básicamente: ‘Por favor, realmente te amo. ¡Si logramos esto, estaré completamente dedicado a ti! Pero ¡cuidado! ¡Si me rechazas, podría perder el control y hacer de tu vida una miseria!’. El truco aquí, desde luego, es que no me enfrento con una opción clara: la segunda parte de este mensaje socava la primera parte – alguien quien está listo para dañarme si le digo que no, no puede amarme realmente y estar dedicado a mi felicidad, como él dice. Así que la verdadera elección que tengo oculta sus intenciones: el odio, o al menos una fría indiferencia manipulativa está bajo ambas opciones de mi elección. Además hay hipocresía simétrica, que consiste en decir: ‘Te amo y aceptaré cual sea la opción que elijar; así que incluso si (tú sabes que) tu rechazo me arruinará, ¡por favor escoge lo que más quieras, y no tomes en consideración el efecto que tendrá en mí!’. La falsedad manipulativa de esta oferta, desde luego, yace en la forma en que usa su ‘honesta’ insistencia en que puedo decir que no como una presión adicional para que diga que sí: ‘¿Cómo puedes rechazarme cuando te amo tan completamente?’

Ahora podemos ver cómo, lejos de concebir lo Simbólico que rige la percepción e interacción humanas como una especie de a priori trascendental (una red formal dada con anticipación que limita el alcance de la práctica humana), Lacan está interesado precisamente en cómo los gestos de simbolismo están enredados y sumergidos en el proceso de la práctica colectiva. Lo que Lacan elabora como el ‘momento doble’ de la función simbólica va más allá de la teoría estándar de la dimensión conductual del habla como fue desarrollada en la tradición desde J. L. Austin hasta John Searle:

La función simbólica se presenta como un movimiento doble en el sujeto: el hombre convierte su propia acción en un objeto, pero solamente para regresarle su lugar fundacional en algún momento. En esta equivocación, que opera a cada instante, yace todo el progreso de una función en la cual acción y conocimiento alternan.

El ejemplo histórico evocado por Lacan para aclarar este ‘movimiento doble’ se indica en sus referencias ocultas:

En la fase uno, un hombre que trabaja al nivel de producción en nuestra sociedad se considera así mismo como perteneciente al proletariado; en la segunda fase, en el nombre de la clase a la que pertenece, se une a un paro general.

La referencia (implícita) de Lacan es al texto de Georg Lukacs Historia y conciencia de clases, una obra clásica marxista de 1923, cuya aclamada traducción al francés fue publicada a mediados de los 50. Para Lukacs, la conciencia se opone al mero conocimiento de un objeto: el conocimiento es externo al objeto conocido, mientras que la conciencia es en sí misma ‘práctica’, un acto que cambia al objeto mismo. (Una vez que un obrero ‘se considera a sí mismo como perteneciente al proletariado’, esto cambia su realidad: actúa diferente). Uno hace algo, uno se cuenta (se declara) como el que lo hizo y, en la base de esta declaración, uno hace algo nuevo – el momento de transformación subjetiva en sí ocurre en el momento de la declaración, no en el momento del acto. Este momento de declaración reflexivo implica que cada sonido no solamente transmite un contenido sino que, simultáneamente, transmite la manera en que el sujeto se relaciona con su contenido. Incluso los objetos y actividades más mundanos siempre contienen tal dimensión declarativa, que constituye la ideología de la vida cotidiana. Uno nunca debiera olvidar que la utilidad funciona como una noción reflexiva: siempre involucra la afirmación de utilidad como un significado. Un hombre que vive en una gran ciudad y es dueño de un Land-Rover (para el que, obviamente, no tiene uso alguno) no lleva simplemente una vida realista y práctica; más bien, tiene semejante auto para señalar que lleva una vida bajo el signo de una actitud realista y práctica. Usar jeans deslavados es señalar una cierta actitud respecto a la vida.

El maestro insuperable de tal clase de análisis fue Claude Lévi-Strauss, para quien la comida es también algo que da para pensar[†]. Los tres modos principales de preparar la comida (crudo, cocido, hervido) funcionan como un triángulo semiótico: los usamos para simbolizar la oposición básica entre naturaleza (cruda) y cultura (cocida), y también para representar la mediación entre ambos opuestos (en el procedimiento del hervido). Hay una escena memorable en el Fantasma de la libertad de Luis Buñuel, donde las relaciones entre comer y defecar están invertidas: la gente se sienta en sus inodoros alrededor de la mesa, hablando placenteramente, y cuando quieren comer le preguntan silenciosamente al ama de llaves: ‘¿Dónde queda ese lugar que usted ya sabe?’ y salen a hurtadillas hasta un cuarto pequeño en el fondo. Como suplemento de Lévi-Strauss, uno está tentado a proponer que la caca también puede dar para pensar: los tres diseños básicos de inodoros en Occidente forman una especie de contraparte excremental al triángulo de Lévi-Strauss sobre la cocina. En un inodoro alemán tradicional, el hoyo en que la caca desaparece cuando tiramos la cadena está en el frente, para que la caca se nos presente primero para que la olamos o inspeccionemos buscando alguna enfermedad; en el inodoro francés típico el hoyo está bien atrás, para que la caca desaparezca lo más pronto posible; finalmente, el inodoro norteamericano presenta una especie de síntesis, una mediación entre estos polos opuestos – la vasija del inodoro está llena de agua, para que la caca flote en ella, visible, pero no para ser inspeccionada. No es sorpresa que, en la famosa discusión acerca de los inodoros europeos en la casi olvidada Miedo a volar, Erica Jong jocosamente afirme que ‘los inodoros alemanes son la clave para los horrores del Tercer Reich. La gente que puede hacer inodoros como estos es capaz de cualquier cosa’. Está claro que ninguna de estas versiones puede ser considerada en términos puramente utilitarios: una cierta percepción ideológica de cómo el sujeto debe relacionarse con el desagradable excremento que sale de nuestros cuerpos es claramente discernible en ellas.

Hegel fue uno de los primeros en interpretar la tríada geográfica de Alemania-Francia-Inglaterra como la expresión de tres actitudes existenciales: la diligencia reflexiva alemana, la rapidez revolucionaria francesa, el moderado pragmatismo utilitario inglés. En términos de posturas políticas, esta tríada puede ser leída como conservadurismo alemán, radicalismo revolucionario francés y liberalismo moderado inglés; en términos de la predominancia de una esfera de la vida social, se trata de metafísica y poesía alemana versus política francesa y economía inglesa. La referencia a los inodoros nos permite ver la misma tríada en el dominio íntimo de la función excretora: ambigua fascinación contemplativa; el intento precipitado de deshacerse del desagradable exceso lo más rápido posible; el pragmático enfoque de tratar el exceso como un objeto ordinario del cual deshacerse en una forma apropiada. Es fácil para un académico afirmar en una mesa redonda que vivimos en un universo post-ideológico – pero en el momento en que visita el baño después de la acalorada discusión, está de vuelta sumergido en ideologías.

Esta dimensión declarativa de la interacción simbólica puede ser ejemplificada mediante una situación delicada de las relaciones humanas. Imagine una pareja con un acuerdo tácito de que pueden embarcarse en relaciones extramaritales discretas. Si, de repente, el marido abiertamente le dice a su mujer acerca de una aventura, ella tendrá motivos para aterrarse: ‘Si es solamente una aventura, ¿por qué me estás diciendo esto? ¡Debe ser algo más!’. El acto de hablar abiertamente de algo nunca es neutral; afecta el contenido mismo del que se habla, y aunque los interlocutores no aprenden nada nuevo a partir de ello, todo cambia. Además hay una gran diferencia entre que un interlocutor no diga nada acerca de sus aventuras secretar y explícitamente afirmar que no hablará de ellas (‘Sabes, creo que tengo el derecho de no decirte nada acerca de mis contactos; ¡hay una parte de mi vida que no te incumbe!’). En el segundo caso, cuando el pacto silencioso se hace explícito, esto no puede sino entregar adicionalmente un mensaje agresivo.

Con lo que estamos lidiando aquí es con la brecha irreductible entre el contenido enunciado y el acto de enunciación propio del habla humana. En la academia, una forma educada de decir que encontramos que la intervención de nuestro colega fue aburrida o estúpida es decir: ‘Eso fue interesante’. Pero si en vez de eso le decimos abiertamente a nuestro colega: ‘Eso fue aburrido y estúpido’, él se sentirá completamente autorizado a sorprenderse y preguntar: ‘Y si lo encontraste aburrida y estúpido, ¿por qué no dijiste simplemente que era interesante?’. El infortunado colega tiene el derecho de considerar el enunciado directo como algo que involucra algo adicional, no un simple comentario acerca de su ensayo pero un ataque a su persona.

¿No ocurre lo mismo con el reconocimiento de tortura de los representantes de la administración de Estados Unidos? La popular y aparentemente convincente respuesta a aquellos que se preocupan acerca de la reciente práctica norteamericana de torturar a sospechosos de crímenes terroristas es la siguiente: ‘¿Y cuál es el problema? Los Estados Unidos solamente están reconociendo lo que no solo ellos, sino que otros estados hacen y han estado haciendo todo el tiempo. ¡Si nada más, al menos ahora tenemos menos hipocresía!’ Pero esto permite preguntar de vuelta: ‘Si los altos representantes de los Estados Unidos solamente pretenden esto, ¿por qué nos dicen ahora? ¿Por qué no mantenerse en silencio, como lo habían hecho antes?’ Cuando escuchamos a gente como Dick Cheney haciendo afirmaciones obscenas acerca de la necesidad de la tortura, deberíamos preguntarles: ‘Si quieren torturar a sospechosos de terrorismo en secreto, ¿por qué entonces lo dicen abiertamente?’ Es decir, la pregunta que debe surgir es: ¿qué más contiene esta afirmación que te ha hecho decirla?

Lo mismo ocurre con la versión negativa de las declaraciones: al igual que el acto superfluo de mencionar algo, el acto de no mencionar o ocultar algo puede crear significados adicionales. Cuando, en febrero de 2003, Colin Powell habló a la asamblea de las Naciones Unidas para defender el ataque contra Irak, el delegado de los Estados Unidos pidió que la reproducción del Guernica de Picasso fuera cubierta con algún otro adorno visual. Aunque la explicación oficial era que Guernica no conformaba el fondo visual adecuado para la transmisión televisiva del discurso de Powell, para todos quedó claro lo que la delegación estadounidense temía: que Guernica, la pintura que conmemora los catastróficos resultados del bombardeo aéreo alemán de la ciudad española durante la guerra civil, provocaría que surgieran ‘asociaciones incorrectas’ si se usara como imagen de fondo mientras Powell defendía el bombardeo de Irak por la muy superior fuerza aérea estadounidense. Esto es lo que Lacan quiere decir cuando afirma que la represión y el retorno de los reprimidos son el mismo proceso: si la delegación estadounidense se hubiera abstenido de pedir que lo ocultaran, probablemente nadie habría asociado el discurso de Powell con el cuadro detrás de él – era este mismo gesto lo que llevó la atención hacia la asociación y confirmó su existencia.

Recordemos la figura de James Jesus Angleton, el máximo representante del guerrero frío. Por casi dos décadas, hasta 1974, él lideró la sección de contrainteligencia de la CIA, con la tarea de descubrir espías dentro de sus filas. Angleton, una figura carismática, literario y educado (un amigo personal de T.S. Eliot, incluso parecido físicamente), era propenso a la paranoia. La premisa de su trabajo era su arraigada creencia en el llamado Complot del Monstruo: un engaño gigantesco coordinado por una organización secreta de la KGB, cuyo objetivo era penetrar y dominar completamente la red de inteligencia occidental, y así precipitar la derrota de Occidente. Por esta razón, Angleton descartó a todos los espías de la KGB que ofrecían información invaluable como farsantes, e incluso a veces los envió de vuelta a la URSS (donde fueron enjuiciados y asesinados, puesto que eran espías legítimos). El resultado del reinado de Angleton fue una parálisis total – crucialmente, durante su gestión, ni siquiera un espía fue descubierto y aprehendido. No extraña que Clare Petty, uno de los mejores oficiales de la sección de Angleton, lograra llevar la paranoia de su jefe a su lógico climax contradictorio, concluyendo tras una larga y exhaustiva investigación que Anatoli Golitsyn (el espía ruso con quien Angleton estaba involucrado en una verdadera folie à deux, una locura compartida) era un farsante, y que Angleton mismo era el espía que había logrado paralizar la actividad de la inteligencia antisoviética de los Estados Unidos.

Uno desea entonces hacer la pregunta: ¿y qué si Angleton era un espía justificando su actividad mediante la búsqueda de un espía (de sí mismo, en la versión real de la película de Kevin Costner Sin salida)? ¿Y qué si el verdadero Complot del Monstruo de la KGB era el proyecto para plantar la idea de un Complot del Monstruo y así inmovilizar a la CIA y neutralizar antes de tiempo a cualquier espía de la KGB? En ambos casos, el máximo engaño asumió la forma de la verdad misma: había un Complot del Monstruo (era la idea misma del Complot del Monstruo); había un espía en el corazón de la CIA (el mismo Angleton). Ahí reside la verdad de la postura paranoica: en sí mismo es el complot destructivo contra el cual está peleando. La agudeza de esta solución – y la condenación de la paranoia de Angleton – es que en realidad no importa si Angleton estaba realmente engañado por la idea del Complot, o si él era el espía: en ambos casos, el resultado es exactamente el mismo. El engaño yace en que nosotros fracasamos en incluir en la lista de sospechosos la idea misma de la sospecha (globalizada).

Recordemos la vieja historia sobre un trabajador del que se sospecha que roba: todas las tardes, cuando él dejaba la fábrica, la carretilla que llevaba en frente de él era cuidadosamente inspeccionada, pero los guardias no encontraban nada, estaba siempre vacía. Finalmente entendieron lo que pasaba: lo que el trabajador estaba robando eran carretillas. Este vuelco reflexivo se relaciona con la comunicación en sí: uno nunca debiera olvidar incluir en el acto de comunicación el acto como tal, porque el significado de cada acto de comunicación incluye afirmar que es, efectivamente, un acto de comunicación. Esta es la primera cosa que debe considerarse acerca de la forma en que el inconsciente opera: no está escondido en la carretilla, sino que es la carretilla en sí.



[*] ‘Danaoi’ es el término de Homero para los griegos que sitiaron Troya. El regalo era el caballo de Troya, que permitió a los griegos penetrar Troya y destruirla. En la antigüedad clásica, ‘los regalos Griegos’ se convirtió en un nombre para los favores que parecen beneficiosos pero que dañarán a quien los recibe, derivado de una línea de Virgilio: “Timeo danaos, et dano ferentes” – Temo a los griegos, aún cuando traen regalos.

[†] La frase original es for whom food also serves as ‘food for thought’, que es una expresión típica de la lengua inglesa. No hay equivalente literal en español, que yo sepa. (N. de la T.)

El poeta y los sueños diurnos. Freud

XXXV El POETA Y LOS SUEÑOS DIURNOS 1907 [1908]

Los profanos sentimos desde siempre vivísima curiosidad por saber de dónde el poeta, personalidad singularísima, extrae sus temas -en el sentido de la pregunta que aquel cardenal dirigió a Ariosto- y cómo logra conmovernos con ellos tan intensamente y despertar en nosotros emociones de las que ni siquiera nos juzgábamos acaso capaces. Tal curiosidad se exacerba aún ante el hecho de que el poeta mismo, cuando le interrogamos, no sepa respondernos, o sólo muy insatisfactoriamente, sin que tampoco le preocupe nuestra convicción de que el máximo conocimiento de las condiciones de la elección del tema poético y de la esencia del arte poético no habría de contribuir en lo más mínimo a hacernos poetas.
Y si por lo menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros semejantes una actividad afín en algún modo a la composición poética! La investigación de dicha actividad nos permitiría esperar una primera explicación de la actividad creadora del poeta. Y, verdaderamente, existe tal posibilidad; los mismos poetas gustan de aminorar la distancia entre su singularidad y la esencia generalmente humana y nos aseguran de continuo que en cada hombre hay un poeta y que sólo con el último hombre morirá el último poeta.
¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas de la actividad poética? La ocupación favorita y más intensa del niño es el juego. Acaso sea lícito afirmar que todo niño que juega se conduce como un poeta, creándose un mundo propio, o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él. Sería injusto en este caso pensar que no toma en serio ese mundo: por el contrario, toma muy en serio su juego y dedica en él grandes afectos. La antítesis del juego no es gravedad, sino la realidad. El niño distingue muy bien la realidad del mundo y su juego, a pesar de la carga de afecto con que lo satura, y gusta de apoyar los objetos y circunstancias que imagina en objetos tangibles y visibles del mundo real. Este apoyo es lo que aún diferencia el «jugar» infantil del «fantasear».
Ahora bien: el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo fantástico y lo toma muy en serio; esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar de diferenciarlo resueltamente de la realidad. Pero de esta irrealidad del mundo poético nacen consecuencias muy importantes para la técnica artística, pues mucho de lo que, siendo real, no podría procurar placer ninguno puede procurarlo como juego de la fantasía, y muchas emociones penosas en sí mismas pueden convertirse en una fuente de placer para el auditorio del poeta.
La contraposición de la realidad al juego nos descubre todavía otra circunstancia muy significativa. Cuando el niño se ha hecho adulto y ha dejado de jugar; cuando se ha esforzado psíquicamente, a través de decenios enteros, en aprehender, con toda la gravedad exigida, las realidades de la vida, puede llegar un día a una disposición anímica que suprima de nuevo la antítesis entre el juego y la realidad. El adulto puede evocar con cuánta gravedad se entregaba a sus juegos infantiles, y comparando ahora sus ocupaciones pretensamente serias con aquellos juegos pueriles, rechazar el agobio demasiado intenso de la vida y conquistar el intenso placer del humor.
Así, pues, el individuo en crecimiento cesa de jugar; renuncia aparentemente al placer que extraía del juego. Pero quienes conocen la vida anímica del hombre saben muy bien que nada le es tan difícil como la renuncia a un placer que ha saboreado una vez. En realidad, no podemos renunciar a nada, no hacemos más que cambiar unas cosas por otras; lo que parece ser una renuncia es, en realidad, una sustitución o una subrogación. Así también, cuando el hombre que deja de ser niño cesa de jugar, no hace más que prescindir de todo apoyo en objetos reales, y en lugar de jugar, fantasea. Hace castillos en el aire; crea aquello que denominamos ensueños o sueños diurnos. A mi juicio, la mayoría de los hombres crea en algunos períodos de su vida fantasías de este orden. Ha sido éste un hecho inadvertido durante mucho tiempo, por lo cual no se le ha reconocido la importancia que realmente entraña.
El fantasear de los adultos es menos fácil de observar que el jugar de los niños. Desde luego, el niño juega también solo o forma con otros niños, al objeto del juego, un sistema psíquico cerrado; aun cuando no ofrece sus juegos, como un espectáculo, al adulto, tampoco se los oculta. En cambio, el adulto se avergüenza de sus fantasías y las oculta a los demás; las considera como cosa íntima y personalísima, y, en rigor, preferiría confesar sus culpas a comunicar sus fantasías. De este modo es posible que cada uno se tenga por el único que construye tales fantasías y no sospecha en absoluto la difusión general de creaciones análogas entre los demás hombres. Esta conducta dispar del sujeto que juega y el que fantasea tiene su fundamento en la diversidad de los motivos a que respectivamente obedecen tales actividades, las cuales son, no obstante, continuación una de otra.
EI juego de los niños es regido por sus deseos o, más rigurosamente, por aquel deseo que tanto coadyuva a su educación: el deseo de ser adulto. El niño juega siempre a «ser mayor»; imita en el juego lo que de la vida de los mayores ha llegado a conocer Pero no tiene motivo alguno para ocultar tal deseo. No así, ciertamente, el adulto; éste sabe que de él se espera ya que no juegue ni fantasee, sino que obre en el mundo real; y, además, entre los deseos que engendran sus fantasías hay algunos que le es preciso ocultar; por eso se avergüenza de sus fantasías como de algo pueril e ilícito.
Preguntaréis cómo es posible saber tanto de las fantasías de los hombres, cuando ellos las ocultan con sigiloso misterio. Pues bien: es que hay una clase de hombres a los que no precisamente un dios, pero sí una severa diosa -la realidad-, les impone la tarea de comunicar de qué sufren y en qué hallan alegría. Son éstos los enfermos nerviosos, los cuales han de confesar también ineludiblemente sus fantasías al médico, del que esperan la curación por medio del tratamiento psíquico. De esta fuente procede nuestro conocimiento, el cual nos ha llevado luego a la hipótesis, sólidamente fundada, de que nuestros enfermos no nos comunican cosa distinta de lo que pudiéramos descubrir en los sanos.
Veamos ahora algunos de los caracteres del fantasear. Puede afirmarse que el hombre feliz jamás fantasea, y sí tan sólo el insatisfecho. Los instintos insatisfechos son las fuerzas impulsoras de las fantasías, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad insatisfactoria. Los deseos impulsores son distintos, según el sexo, el carácter y las circunstancias de la personalidad que fantasea; pero no es difícil agruparlas en dos direcciones principales. Son deseos ambiciosos, tendentes a la elevación de la personalidad, o bien deseos eróticos. En la mujer joven dominan casi exclusivamente Ios deseos eróticos, pues su ambición es consumida casi siempre por la aspiración al amor; en el hombre joven actúan intensamente, al lado de los deseos eróticos, los deseos egoístas y ambiciosos: Pero no queremos acentuar la contraposición de las dos direcciones, sino más bien su frecuente coincidencia; lo mismo que en muchos cuadros de altar aparece visible en un ángulo el retrato del donante, en la mayor parte de las fantasías ambiciosas nos es dado descubrir en algún rincón la dama, por la cual el sujeto que fantasea lleva a cabo todas aquellas heroicidades, y a cuyos pies rinde todos sus éxitos. Como veréis, hay aquí motivos suficientemente poderosos de ocultación; a la mujer bien educada no se le reconoce, en general, más que un mínimo de necesidad erótica, y el hombre joven debe aprender a reprimir el exceso de egoísmo que una infancia mimada le ha infundido para lograr su inclusión en la sociedad, tan rica en individuos igualmente exigentes.
Los productos de esta actividad fantaseadora, los diversos ensueños o sueños diurnos, no son, en modo alguno, rígidos e inmutables. Muy al contrario, se adaptan a las impresiones cambiantes de la vida, se transforman con las circunstancias de la existencia del sujeto, y reciben de cada nueva impresión eficiente lo que pudiéramos llamar el «sello del momento». La relación de la fantasía con el tiempo es, en general, muy importante. Puede decirse que una fantasía flota entre tres tiempos: los tres factores temporales de nuestra actividad representativa. La labor anímica se enlaza a una impresión actual, a una ocasión del presente, susceptible de despertar uno de los grandes deseos del sujeto; aprehende regresivamente desde este punto el recuerdo de un suceso pretérito, casi siempre infantil, en el cual quedó satisfecho tal deseo, y crea entonces una situación referida al futuro y que presenta como satisfacción de dicho deseo el sueño diurno o fantasía, el cual Ileva entonces en sí las huellas de su procedencia de la ocasión y del recuerdo. Así, pues, el pretérito, el presente y el futuro aparecen como engarzados en el hilo del deseo, que pasa a través de ellos.
Un ejemplo cualquiera, el más corriente, bastará para ilustrar esta tesis. Suponed el caso de un pobre huérfano al que habéis dado las señas de un patrono que puede proporcionarle trabajo. De camino hacia casa del mismo, vuestro recomendado tejerá quizá un ensueño correspondiente a su situación. El contenido de tal fantasía será acaso el de que obtiene la colocación deseada, complace en ella a sus jefes, se halla indispensable, es recibido por la familia del patrono, se casa con su bella hija y pasa a ser consocio de su suegro, y luego, su sucesor en el negocio. Y con todo esto, el soñador se ha creado una sustitución de lo que antes poseyó en su dichosa infancia; un hogar protector, padres amantes y los primeros objetos de su inclinación cariñosa. Este sencillo ejemplo muestra ya cómo el deseo utiliza una ocasión del presente para proyectar, conforme al modelo del pasado, una imagen del porvenir.
Habría aún mucho que decir sobre las fantasías; pero queremos limitarnos a las indicaciones más indispensables. La multiplicación y la exacerbación de las fantasías crean las condiciones de la caída del sujeto en la neurosis o en la psicosis. Y las fantasías son también los estadios psíquicos preliminares de los síntomas patológicos de que nuestros enfermos se quejan. En este punto se abre un amplio camino lateral, que conduce a la Patología, y en el que por el momento no entraremos.
No podemos, en cambio, dejar de mencionar la relación de las fantasías con los sueños. Tampoco nuestros sueños nocturnos son cosa distinta de tales fantasías, como lo demuestra evidentemente la interpretación onírica. El lenguaje, con su sabiduría insuperable, ha resuelto hace ya mucho tiempo la cuestión de la esencia de los sueños, dando también este mismo nombre a las creaciones de los que fantasean. El hecho de que, a pesar de esta indicación, nos sea casi siempre oscuro el sentido de nuestros sueños obedece a la circunstancia de que también nocturnamente se movilizan en nosotros deseos que nos avergüenzan y que hemos de ocultarnos a nosotros mismos, habiendo sido por ello reprimidos y desplazados a lo inconsciente. A estos deseos reprimidos, así como a sus ramificaciones, sólo puede serles permitida una expresión muy deformada. Una vez que la investigación científica logró encontrar Ia explicación de la deformación de los sueños no se hizo ya difícil descubrir que los sueños nocturnos son satisfacciones de deseos, al igual de los sueños diurnos, las fantasías, que tan bien conocemos todos.
Pasemos ahora de las fantasías al poeta. ¿Deberemos realmente arriesgar la tentativa de comparar al poeta con el hombre «que sueña despierto», y comparar sus creaciones con los sueños diurnos? Se nos impone, ante todo, una primera diferenciación: hemos de distinguir entre aquellos poetas que utilizan temas ya dados, como los poetas trágicos y épicos de la antigüedad, y aquellos otros que parecen crearlos libremente. Nos atendremos a estos últimos y eligiremos para nuestra comparación no precisamente los poetas que más estima la crítica, sino otros más modestos: los escritores de novelas, cuentos e historias, los cuales encuentran, en cambio, más numerosos y entusiastas lectores. En las creaciones de estos escritores hallamos, ante todo, un rasgo singular: tienen un protagonista que constituye el foco del interés, para el cual intenta por todos los medios el poeta conquistar nuestras simpatías, y al que parece proteger con especial providencia. Cuando al final de un capítulo novelesco dejamos al héroe desvanecido y sangrando por graves heridas, podemos estar seguros de que al principio del capítulo siguiente lo encontraremos solícitamente atendido y en vías de restablecimiento; y si el primer tomo acaba con el naufragio del buque en el que nuestro héroe navegaba, es indudable que al principio del segundo tomo leeremos la historia de su milagroso salvamento, sin el cual la novela no podría continuar. EI sentimiento de seguridad, con el que acompañamos al protagonista a través de sus peligrosos destinos, es el mismo con el que un héroe verdadero se arroja al agua para salvar a alguien que está en trance de ahogarse, o se expone al fuego enemigo para asaltar una batería; es aquel heroísmo al cual ha dado acabada expresión uno de nuestros mejores poetas (Anzengruber): «No puede pasarme nada.» Pero, a mi juicio, en este signo delator de la invulnerabilidad se nos revela sin esfuerzo su majestad el yo, el héroe de todos los ensueños y de todas las novelas.
Otros rasgos típicos de estas narraciones egocéntricas indican la misma afinidad. El hecho de que todas las mujeres de la novela se enamoren del protagonista no puede apenas interpretarse como una posible realidad, pero sí desde luego comprenderse como elemento necesario del ensueño. Y lo mismo cuando las demás personas de la novela se dividen exactamente en dos grupos: «los buenos» y «los malos», con evidente renuncia a la variedad de los caracteres humanos, observable en la realidad. Los «buenos» son siempre los amigos, y los «malos», los enemigos y competidores del yo, convertido en protagonista.
Ahora bien: no negamos en modo alguno que muchas producciones poéticas se mantienen muy alejadas del modelo del ingenuo sueño diurno, pero no podemos acallar la sospecha de que también las desviaciones más extremas podrían ser relacionadas con tal modelo a través de una serie de transiciones sin solución alguna de continuidad. Todavía en muchas de las llamadas novelas psicológicas me ha extrañado advertir que sólo una persona, el protagonista nuevamente, es descrita por dentro; el poeta está en su alma y contempla por fuera a los demás personajes. Acaso la novela psicológica debe, en general, su peculiaridad a la tendencia del poeta moderno a disociar su yo por medio de la autoobservación en yoes parciales, y personificar en consecuencia en varios héroes las corrientes contradictorias de su vida anímica. Especialmente contrapuestas al tipo del sueño diurno parecen ser aquellas novelas que pudiéramos calificar de «excéntricas», en las cuales la persona introducida como protagonista desempeña el mínimo papel activo, y deja desfilar ante ella como un mero espectador los hechos y los sufrimientos de los demás. De este género son varias de las últimas novelas de Zola. Pero hemos de advertir que el análisis psicológico de numerosos sujetos no escritores desviados en algunos puntos de lo considerado como normal nos ha dado a conocer variantes análogas de los sueños diurnos, en las cuales el yo se contenta con el papel de espectador.
Si nuestra comparación del poeta con el ensoñador y de la creación poética con el sueño diurno ha de entrañar un valor, tendrá, ante todo, que demostrarse fructífera en algún modo. Intentaremos aplicar a Ias obras del poeta nuestra tesis anterior de la relación de la fantasía con el pretérito, el presente y el futuro, y con el deseo que fluye a través de los mismos, y estudiar con su ayuda las relaciones dadas entre la vida del poeta y sus creaciones. En la investigación de este problema se ha tenido, por lo general, una idea demasiado simple de tales relaciones. Según los conocimientos adquiridos en el estudio de las fantasías, debemos presuponer las circunstancias siguientes: Un poderoso suceso actual despierta en el poeta el recuerdo de un suceso anterior, perteneciente casi siempre a su infancia, y de éste parte entonces el deseo, que se crea satisfacción en la obra poética, la cual del mismo modo deja ver elementos de la ocasión reciente y del antiguo recuerdo.
La complicación de esta fórmula no debe arredrarnos. Por mi parte, sospecho que demostrará no ser sino un esquema harto insuficiente; pero de todos modos puede entrañar una primera aproximación al proceso real, y después de varios experimentos por mí realizados, opino que esa consideración de las producciones poéticas no puede ser infructuosa. No debe olvidarse que la acentuación, quizá desconcertante, de los recuerdos infantiles en la obra del poeta se deriva en último término de la hipótesis de que la poesía, como el sueño diurno, es la continuación y el sustitutivo de los juegos infantiles.
Examinemos ahora aquel género de obras poéticas en las que no vemos creaciones libres, sino elaboraciones de temas ya dados y conocidos. También en ellas goza el poeta de cierta independencia, que puede manifestarse en la elección del tema y en la modificación del mismo, a veces muy amplia. Ahora bien: todos los temas dados proceden del acervo popular, constituido por los mitos, las leyendas y las fábulas. La investigación de estos productos de la psicología de los pueblos no es, desde luego, imposible; es muy probable que los mitos, por ejemplo, correspondan a residuos deformados de fantasías optativas de naciones enteras a los sueños seculares de la Humanidad joven.
Se me dirá que he tratado mucho más de las fantasías que del poeta, no obstante haber adscrito al mismo el primer lugar en el título de mi trabajo.
Lo sé, y voy a tratar de disculparlo con una indicación del estado actual de nuestros conocimientos. No podía ofrecer en este sentido más que ciertos estímulos y sugerencias que la investigación de las fantasías ha hecho surgir en cuanto al problema de la elección del tema poético. El otro problema, el de los medios con los que el poeta consigue los efectos emotivos que sus creaciones despiertan, no lo hemos tocado aún. Indicaremos, por lo menos, cuál es el camino que conduce desde nuestros estudios sobre las fantasías a los problemas de los efectos poéticos.
Dijimos antes que el soñador oculta cuidadosamente a los demás sus fantasías porque tiene motivos para avergonzarse de ellas. Añadiremos ahora que aunque nos las comunicase no nos produciría con tal revelación placer ninguno. Tales fantasías, cuando llegan a nuestro conocimiento, nos parecen repelentes, al menos nos dejan completamente fríos.
En cambio, cuando el poeta nos hace presenciar sus juegos o nos cuenta aquello que nos inclinamos a explicar como sus personales sueños diurnos, sentimos un elevado placer, que afluye seguramente de numerosas fuentes. Cómo lo consigue el poeta es su más íntimo secreto; en la técnica de la superación de aquella repugnancia, relacionada indudablemente con las barreras que se alzan entre cada yo y las demás, está la verdadera ars poetica. Dos órdenes de medios de esta técnica se nos revelan fácilmente. El poeta mitiga el carácter egoísta del sueño diurno por medio de modificaciones y ocultaciones y nos soborna con el placer puramente formal, o sea estético, que nos ofrece la exposición de sus fantasías. A tal placer, que nos es ofrecido para facilitar con él la génesis de un placer mayor, procedente de fuentes psíquicas más hondas, lo designamos con los nombres de prima de atracción o placer preliminar. A mi juicio, todo el placer estético que el poeta nos procura entraña este carácter del placer preliminar, y el verdadero goce de la obra poética procede de la descarga de tensiones dadas en nuestra alma. Quizá contribuye no poco a este resultado positivo el hecho de que el poeta nos pone en situación de gozar en adelante, sin avergonzarnos ni hacernos reproche alguno, de nuestras propias fantasías.
Nos hallaríamos aquí en trance de nuevas investigaciones, tan interesantes como complicadas.

Calendario de informes

*Recuerden*
Cada uno debe realizar un informe.
Las personas que no se hayan inscrito no pueden hacerlo en los textos que ya tienen 2 informantes.

J 20
- Bajtín, Mijail. “El género, el argumento y la estructura…”. Problemas de la poética de Dostoievsky.

J 27
- Drucarof, Elsa. Mijail Bajtín. La guerra de las culturas. Natalia Aedo
- Kristeva, Julia. “Bajtin: La palabra, el diálogo la novela”. Marco Marchant

Abril
M 1
- Genette, Gerard. “Palimsestos” (cap 1) Discursos interrumpidos. Soledad Montes

J 3
- Jameson, Frederick. El posmodernismo o la lógica cultural de capitalismo avanzado. Noam Titelman – Lucía Lopez

J 10
- Freud, Sigmund. “Lo siniestro”. María José Fuentes - Camila Russo
- “El poeta y los sueños diurnos”. Camilo Díaz

M 15
- Freud, Sigmund., “Presentación Autobiográfica”. Ruth Muñoz

J 17
- Zizek, Slavov. “How to read Lacan?” Cap. 1. Lucas Costa

M 22
- Zizek, Slavov. “La mujer como la cosa” La metástasis del goce. Barbara Aranda – Paula Gonzalez

J 24
- Foucault, Michel. “Panóptico”. Felipe Salinas
- “Cuerpos dóciles” Vigilar y castigar. Rocío Lizama

M 29
- Historia de la sexualidad (vol 1.Capítulo uno). Jerome Holleman

Mayo
J 8
- Deleuze, Gilles. “Post data a las sociedades de control”. Ismael Correa

M 13
- Deleuze - Guattari. “Rizoma”. Mil mesetas. Daniela Schaale - Javiera Irribarren
- Sodo, Juan Manuel “La Subjetividad Mediática en Clase: de la cara de vaca a la vaca loca”. Osvaldo Olate

J 22
- Jacques Derrida-Nelly Richard. Una filosofía deconstructiva Derrida, Jacques. “Leer lo ilegible”. Entrevista con Carmen González-Marín. Paulo Gonzalez – Alejandro Valenzuela.

J 29
- Brito et al. Leer en los bordes. (Selección). Camila Rossi

Junio
M 3
- Said, Edward. “Introducción” Orientalismo. Natalia Martinez – Daniela Alfero

J 5
- Entrevista a Michel Foucault por Gilles Deleuze “Los intelectuales y el poder”. María de los Angeles Castillo - Valentina Salinas
- Spivak, Gayatri Chakravorty, "Can the Subaltern Speak?.( Traducido por José Amicola). María Lyon – María Isabel Tapia

J 12
- Adorno y Horkheimer. “La industria cultural: ilustración y decepción de las masas”. Dialéctica de la Ilustración: fragmentos filosóficos. Josefina Valdés - Carmina Infante

M 17
- Benjamín, Walter. “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica”. Laura Andrade - Rodrigo González.

J 19
- Hall, Stuart. “Hacia una deconstrucción de lo popular”. Gastón Biotti.

Cronograma del curso

Marzo
J 6 Presentación del curso
M 11 Culler, Jonathan. “Introducción”. Breve introducción a la teoría literaria
Juego de Citas
J 13 Revisión histórica de escuelas y movimientos

Unidad I: De la polifonía al pastiche moderno
M 18 Slovsky. Sobre el método formalista
Lecturas Oliverio Girando
J 20 Carnavalización literaria
Bajtín, Mijail. “El género, el argumento y la estructura…”. Problemas de la poética de Dostoievsky. El chorero (Cueca)
La colorada (cumbia villera)
M 25 Síntesis y ejercicios
Cabrera Infante
J 27 Drucarof, Elsa. Mijail Bajtín. La guerra de las culturas. (selección)
Kristeva, Julia. “Bajtin: La palabra, el diálogo la novela”.
“El árbol” de María Luisa Bombal.

Abril
M 1 Genette, Gerard. “Palimsestos” (cap 1) Discursos interrumpidos. Ejercicios de Estío Cabrera Infante
J 3 Jameson, Frederick. El posmodernismo o la lógica cultural de capitalismo avanzado.
Ejemplos traídos por los estudiantes de pastiche e historicismo

M 8 Unidad II: Subjetividad, representación, poder
J 10 Freud, Sigmund. “Lo siniestro”
“El poeta y los sueños diurnos”
M 15 Freud, Sigmund., “Presentación Autobiográfica”
J 17 Zizek, Slavov. “How to read Lacan?” Cap. 1.
M 22 Zizek, Slavov. “La mujer como la cosa” La metástasis del goce.
J 24 Foucault, Michel. “Panóptico”, “Cuerpos dóciles” Vigilar y castigar.
M 29 Historia de la sexualidad (vol 1.Capítulo uno).

Mayo
J 1 Feriado
M 6 PRUEBA MITAD DE SEMESTRE
J 8 Deleuze, Gilles. “Post data a las sociedades de control”
M 13 Deleuze - Guattari. “Rizoma”. Mil mesetas. Sodo, Juan Manuel “La Subjetividad Mediática en Clase: de la cara de vaca a la vaca loca” Debate
J 15 Deleuze, algunos conceptos
M 20 Deconstrucción Lectura de imágenes publicitarias
J 22 Jacques Derrida-Nelly Richard. Una filosofía deconstructiva Derrida, Jacques. “Leer lo ilegible”
Derrida, Jacques. “Entrevista con Carmen González-Marín”
M 27 Crítica Feminista,exposición
J 29 Brito et al. Leer en los bordes. (Selección). Análisis de textos
Junio
M 3 Said, Edward. “Introducción” Orientalismo Tarea: museo orientalista ( traer ejemplos literarios y no literarios de orientalismo)
J 5 Entrevista a Michel Foucault por Gilles Deleuze “Los intelectuales y el poder”
Spivak, Gayatri Chakravorty, "Can the Subaltern Speak?.( Traducido por José Amicola)
M 10 Spivak Continuación Lectura de textos de Violeta Parra y Víctor Jara según Spivak

Unidad IV: Lo popular, medios e industria cultural
J 12 Adorno y Horkheimer. “La industria cultural: ilustración y decepción de las masas”. Dialéctica de la Ilustración: fragmentos filosóficos. Los Simpson
M 17 Benjamín, Walter. “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica” Fragmentos de Tiempos modernos de Chaplin
J 19 Hall, Stuart. “Hacia una deconstrucción de lo popular”
M 24 Síntesis del curso
J 26 Prueba Final
Julio
M 1
J 3 Examen oral
M


PORCENTAJES
Participación en clases 25 %
Prueba de mitad de semestre 25 %
Informe 25 %
Prueba final 25 %
Examen (se eximen con 6,0) 25%

Un pensamiento amigo

Derrida en castellano Nietzsche


UN ‘PENSAMIENTO AMIGO’
Jacques Derrida
«Derrida, à prix de ami», entrevista con Robert Magiore, Libération, 24 de noviembre de 1994, pp. I-III. Traducción de Rosario Ibáñez y María José Pozo, en DERRIDA, J., No escribo sin luz artificial, Cuatro ediciones, Valladolid, 1999. Edición digital de Derrida en castellano.


«Oh amigos míos, no hay amigos» -«O philoi oudeis philos»-. No es muy seguro que esta frase sea de Aristóteles. Pero atravesará la historia y la filosofía, y la historia literaria. Entre otros muchos, Montaigne la retomará: «O mes amis, il n'y a nul amy»... ¿No se trata de una sentencia extravagante, de una fórmula tan retorcida que resulta indecisa? ¿A qué amigos se les puede anunciar que no hay tales? ¿Quién tiene valor aún para dirigirse a sus amigos y darles una noticia tan sombría como la de su propia desaparición o la de su inexistencia? ¿Son falsos amigos, a quienes hay que hacerles comprender que ya no existe un solo amigo verdadero? O hay que, en esta «contradicción performativa», como dirían los lingüistas, leer la expresión de un deseo, de un requerimiento, de una promesa: no hay amigos, lo sabemos bien, pero, os lo ruego, ¡lograd que los haya, amigos míos!
Tal vez, si la omega inicial (o philoi) no fuese una interjección vocativa sino un dativo pronominal (hoi), atributivo, se podría llegar a una solución del tipo: «quien tiene amigos, carece de un amigo», o mejor, «quien tiene demasiados amigos no tiene ninguno» («Viele Freunde, kein Freund», «Cui amici amicus nemo»). ¿Menos enigmática? Entonces qué pensar de la provocación de Nietzsche, en Humano, demasiado humano: «¡Amigos no hay amigos!, exclamaba el sabio moribundo. ¡Enemigos no hay enemigos!, grita el viejo loco vivo que yo soy». ¿Hay que decir que la sabiduría se agota al no tener ya amigos?, ¿que la amistad no se (des)dice más que en la agonía?, ¿que no hay vida, ¡pero qué locura!, sino por el enemigo?, ¿que, el enemigo, cuando se declara como tal, «hace muestras de su hostilidad para no hacer el mal con su maldad», siendo así es mejor amigo que el amigo?
¿Querella de traductores o de filólogos? Ciertamente, no. Son huellas, índices, emblemas, paradigmas de una plurisecular historia de la amistad a los que Derrida retorna, da la vuelta, deconstruye y reúne en Políticas de la amistad. «Quizá no exista en la filosofía contemporánea una obra menos asible que la suya», escribe Rudy Steinmetz en su reciente Los estilos de Derrida (Bruselas, De Boeck). Jacques Derrida, el pensador francés más discutido en el mundo, tiene una forma particular de hacer filosofía: «no se trata tanto de una reproducción de la tradición filosófica -escribe Steinmet- cuanto de una repetición de ésta, es decir, de un trabajo de reescritura que se realiza no ‘sobre’ los textos, a los que bastaría describir neutramente su organización interna, sino ‘en’ los textos, reenviándoles -a menudo contra ellos mismos- la lógica interna que los fundamenta y los articula».
En Políticas de la amistad, Derrida efectúa este tipo de labor «en» los textos entrelazados de Aristóteles, Platón, Cicerón, Montaigne, Kant, Hegel, Nietzsche, Michelet, Hugo, Schmitt, Heidegger o Blanchot, para analizar y examinar la historia de la amistad. Sin embargo, nada tiene de «inasible»; todo lo contrario. Aborda la ternura y el secreto, la guerra y las promesas, aborda «esa extraña violencia que, desde siempre, se ha insinuado en el origen de las experiencias más inocentes de la amistad o de la justicia», aborda esos amigos que no son sino hombres y la democracia que se agota. Se trata de «parejas», lo singular y lo universal, lo privado y lo público, de una amistad que parece esencialmente extraña y rebelde a la res publica, y de otra amistad que une el amigo-hermano a la virtud y a la justicia, a la razón moral y a la razón política. Se discuten los grandes discursos canónicos, los de la fraternidad y la justicia aparente, discursos que tienen en común, sin embargo, la exclusión de la amistad femenina, discursos acerca una democracia sobre la que aún hay que pensar. Se trata de encontrar el «nombre justo» de la amistad, de decir, justamente, qué nombra la amistad. La cuestión «¿qué es la amistad?», o «¿quién es el amigo, la amiga?», no es más que la de «¿qué es la filosofía?».

Un año después de aparecer Espectros de Marx, publica usted al mismo tiempo que Políticas de la amistad, otro texto todavía más directamente político: Fuerza de ley. ¿Significa un esfuerzo para poner fin a esa duda según la cual, ante las cuestiones éticas, sociales y políticas, la «deconstrucción» desembocaría en una «abdicación casi nihilista»?

No; mi principal preocupación no consiste en replicar ni en pleitear. Desde el comienzo, hace ya cerca de treinta años, mi trabajo se situó, por así decirlo, bajo el signo de una afirmación ético-política. De entrada se ocupó de la cuestión de lo político, de lo ético y de lo jurídico. Uno de los hilos conductores de mi trabajo fue el nacionalismo. En mis seminarios se forjaron remotamente estas Políticas de la amistad, sobre todo en los consagrados a las cuestiones de la autoctonía, el origen y la «fraternidad». Pero esto es sólo un ejemplo. Pues, de hecho, tratan de la responsabilidad en general, tema de mis enseñanzas desde hace muchos años. Abordar una nueva experiencia de la responsabilidad ético-política, aquella a la que nos vemos solicitados, supone desprenderse de las amarras de certidumbres y conceptos que tienen una historia antigua y tenaz: es un ejercicio doloroso y, por lo tanto, peligroso e interminable.

Además, los seísmos de nuestro tiempo quiebran esas seguridades inmóviles más rápidamente que todos los discursos «deconstructivos». El acceso a esas exigencias de la responsabilidad pasa por momentos críticos, por una negatividad aparentemente destructora que debe acompañar, como si fuese su sombra, a la afirmación más responsable: la afirmación infinita de la justicia. Conviene perturbar el concepto dominante de democracia; la simpática «fraternidad» republicana y universal puede siempre hacer que regresen la simbología de la sangre, de la nación, de la etnia o del androcentrismo sublimado. Por otro lado, no es posible responder a estas cuestiones urgentes sin pensar ni escribir de una forma diferente, es decir, sin infringir cierta violencia a las facilidades de la lectura y a las vías habituales de la legitimación. Sobre todo en política, donde parece que lo normal es dejarse llevar por la corriente, justificar la retórica simplificadora y de consenso y no exigir demasiado esfuerzo al lector o al elector.



Nadie duda hoy en considerar obsoleto el ideal de emancipación y de liberación. Usted no suscribe tal «declaración». ¿Por qué? ¿Para reavivar semejante ideal hace falta, volver a pensar sobre las posibilidades mismas de la justicia hasta mostrar que la justicia reclama su fuerza «desde el primer momento»?

Usted sabe bien que, incluso cuando estaba de moda, nunca dije ni murmuré nada contra el ideal de emancipación y de liberación (sexual, cultural, lingüística, social, económica o política). Sigo siendo un «progresista» a mi modo. Es evidente que sigo cuestionando la herencia clásica de la Ilustración, las metafísicas de la consciencia, del sujeto, de la libertad, de la propiedad o la reapropiación. Pero sin renunciar a otra Ilustración. Y sigo luchando más que nunca, aunque de una forma diferente, por la «emancipación» o la «liberación», incluso allí donde una cierta heteronomía puede, y debe, permanecer irreductible. En vez de rechazar esas palabras, ¿por qué no darles un nuevo valor de uso manteniendo la fuerza de su memoria?

Puede parecer imposible, pero estoy convencido de que no habrá política que valga la pena sin este lenguaje diferente. Y, sobre todo, no habrá justicia. No es la propia justicia, si se puede hablar así, la que reclama la fuerza -la justicia debe continuar desarmada y dictar un respeto sin regla y sin conceptos, un respeto infinito por la singularidad-, sino el deber de inscribir la justicia lo máximo posible en la generabilidad calculable de cierto derecho. Este deber sigue siendo difícil tanto para pensarlo como para practicarlo: la justicia nunca se convierte en efectiva fuera de las figuras de un derecho, de una «fuerza de ley» a la que, sin embargo, excede... Suele denominarse a todo esto la «política» o la «historia».



En Políticas de la amistad, concede mucho espacio a Carl Schmitt, quien caracteriza la política mediante la discriminación entre el amigo y el enemigo. Usted añade, sin embargo, un largo comentario para «limitar al máximo un equívoco inevitable». ¿Temía usted que se le acusase, como a ciertos teóricos de extrema izquierda, de «rehabilitar» a este pensador, del que usted mismo recuerda que su virulencia antisemita «tomó formas extremas», y que «probablemente siguió siendo un nazi más allá de cuando se declaró como tal» ?

Rehabilitar, en absoluto. La propia palabra y el gesto me horrorizan. Yo recordé sin equívoco alguno el nazismo y el antisemitismo de Schmitt. Los capítulos que le dedico representan un cuestionamiento con suma minuciosidad de su proyecto, de sus presupuestos, de su estrategia discursiva, de su ligadura al derecho europeo, de su lógica binaria, de su pensamiento de la decisión, de la soberanía y de la excepción. Dicho esto, creo también que hay que leer a Schmitt, como hay que releer a Heidegger y todo lo que circula entre ambos. Tomando en serio la atención y la audacia de este pensamiento decididamente reaccionario -precisamente ahí donde se propone restaurar-, se puede poner de manifiesto su influencia en la izquierda (¡en la extrema izquierda!), pero también sus afinidades embarazosas con Leo Strauss, Benjamín y otros que ni siquiera lo supondrían. Comprender y formalizar la ley de estas paradojas, ¿no es una buena introducción a las tareas políticas del mañana?

Vigilante insomne o centinela obsesivo, con el coraje de su miedo, Schmitt vio venir lo que amenaza al orden europeo, a su teología política, a su (!) «derecho internacional», a sus conceptos acerca del Estado, de la guerra, de la técnica, de la democracia parlamentaria y de los medios de comunicación. No es fácil desmontar el discurso schmittiano, si se desea hacerlo honestamente. Tampoco es suficiente con desmontarlo, pero creo que sigue siendo uno de los ejercicios útiles para espolear una nueva idea de la política, un nuevo pensamiento político.



La frase atribuida a Aristóteles -«Oh amigos míos, no hay amigos»- es el hilo conductor de su obra. En cierto momento parece que se dispone a traducir en términos de amor lo que afirma sobre la amistad o el amigo, pero deja el análisis en suspenso. ¿Qué dice, pues, sobre el amor?

Me gustaría pensar que este libro, ante todo, trata del amor. En silencio, figuradamente o en secreto quizá. Pero en cada frase una especie de canto contenido apela a esa traducción magnetizada [aimentée] de la cual usted afirma, precisamente, que permanece en suspenso. Por otro lado, existe un punto en el que todo permanece, en el libro, suspendido en este «quizá peligroso» que Nietzsche asigna al pensamiento del futuro y al que, usted lo sabe bien, le he dedicado mucha atención. Un tratado sobre el amor deber ser un acto de amor, sí, un acto: una declaración y una prueba firmada, que viene a responder, para desplazarla, a otra palabra de Nietzsche, justo «en nombre del amor». Y toda esta precisión no excluye ni a los fantasmas ni a la locura.

En el fondo nunca he sabido ni querido distinguir entre el amor y la amistad. Pero para poder decir «te quiero» a un amigo o a una amiga, con un amour fou, hay que atravesar, precisamente en su cuerpo, muchas verjas históricas, todo un inmenso bosque de prohibiciones y de discriminaciones, de códigos, de escenarios, de «posiciones». Quizás para reanimar la voz profunda de ese «imán» que resuena antes de la distinción entre el amar y ser amado, amor y amistad, eros y philía, eros y agape, la caridad, la fraternidad o el amor al prójimo, etc. Este canto nos llama desde el fondo de una historia laberíntica e indescifrable, seductora hasta la desesperación. Me gusta arriesgar mis pasos, me gusta también perderme en ese laberinto, el momento de perderme. Pero esta oportunidad también nos puede llegar, furtivamente o no, con la gracia de una palabra, con el instante despojado de celos de una mirada o de una caricia. Sucede a veces quizá, pero no es posible atestiguarlo sin empezar ya a traicionarse: el uno o el otro.



Al actualizar sus análisis, ha evitado deliberadamente recurrir a «ejemplos» sacados de la «actualidad» política y mediática, que podrían servir de «pantalla para la reflexión». Es algo frustrante. Nos hubiera gustado ver, por ejemplo, si la nueva definición de «humanitario» tiene algo que ver con lo que Kant llama, no el filántropo, sino el «amigo de los hombres» o qué relación tiene con el «proceso de humanización fraternizante» que usted analiza.

Espero que las grandes cuestiones de la «actualidad» se le aparezcan al lector en cada momento, justamente cuando yo no pueda ni deba desarrollar mis sugerencias. La cuestión de lo «humanitario» es un ejemplo entre mil. A través de tantas tragedias geopolíticas, hoy tienden a multiplicarse las iniciativas en nombre de lo «humanitario», iniciativas que, esta es mi hipótesis, buscan un nuevo derecho, un nombre más apropiado, otro concepto para el hombre (y para los seres vivientes en general). A mi parecer, expresan de antemano las limitaciones, que se palpan a diario, de los Estados y de las instituciones internacionales. Ni su fuerza, ni su derecho, ni su discurso político, ni la interpretación del hombre y de los «derechos del hombre» que lo sustentan están a la altura de lo que «nosotros» esperamos de «nosotros», si puede decirse así, ante los nuevos cataclismos mundiales, las hambres, la «deuda exterior», los genocidios, las «mafias», las desigualdades ante la muerte y ante la ciencia, las guerras anónimas, los «crímenes de lesa humanidad» (uno de los conceptos problemáticos de «crimen», al lado del «crimen de guerra» o del «crimen político»).

Incluso allí donde Kant afina distinguiendo al «amigo de los hombres» del «filántropo», este «nosotros» no puede ser el hombre de la filosofía o del humanismo, ni el sujeto kantiano que según intento demostrar sigue siendo demasiado « fraternal» , sublimemente viril, familiar, étnico o nacional, etc. Pero también intento resaltar otras virtualidades del discurso kantiano y de toda la tradición que él continúa o supera... Es muy difícil, en este aspecto o en los restantes, hablar a tanta velocidad; déjeme subrayarlo al menos una vez.



Usted resalta, en todos los discursos canónicos acerca de la amistad, la exclusión de la amistad entre mujeres y la de la amistad entre un hombre y una mujer. ¿Es éste uno de los puntos fundamentales de la «historia de la amistad»? ¿Cuáles han sido los efectos de esta exclusión en la formación de modelos políticos, como el de la democracia?

Es evidente que no se trata de negar que sea posible la amistad entre mujeres o entre un hombre y una mujer, sino todo lo contrario. Se trata de radiografiar, en cierto modo, y de entrada en Europa, la historia a través de la cual la figura falocéntrica de la amistad -la pareja de amigos y su contrato testamentario- se convirtió en dominante y en «canónica», reservándose para sí sola la palabra y el derecho al archivo político, filosófico y literario. La interpretación de este archivo no es fácil, es una tarea sin fin, pero que nos abre a la historia «real» (discursiva o no) que ha conducido este modelo a su primacía política.

Me dediqué a perseguir el asunto tan rico y tan sinuoso de la fraternidad, a través de las memorias griega y cristiana, durante y después de la Revolución francesa -que llevó muy mal la turbulencia de esta palabra, demasiado cristiana para muchos. Pese al intenso movimiento de sublimación, de santificación y de universalización, el valor ideal de fraternidad -e incluso de fraternidad juramentada- se mantiene enraizado en la familia o en el origen (y, por tanto, en la naturaleza nacional, de sangre, suelo, autoctonía), y en la virilidad, en la virtud viril de los hijos, de los héroes y de los soldados. El tema, por tanto, parece clásico: la virtud, en particular la virtud política, la virtud en el amor, y la necesidad de sustraer esa virtud a su androcentrismo propiamente ancestral. Por destacar sólo un aspecto, la igualdad civil entre hombres y mujeres, tan reciente en la forma, sobre todo entre nosotros, queda aún en el lejano porvenir.

La fraternización ha podido servir para la democratización e incluso para dotarle de un horizonte, aunque tal horizonte le marca también un límite. Ninguna ruptura histórica originó este fraternalismo sobre cuyo significado debemos meditar hoy, especialmente en lo que se refiere a la futura democracia: ni la mutación entre el mundo griego y el mundo cristiano (cuya interpretación más habitual cuestiono) ni la república posrevolucionaria (no hace falta más que examinar los textos sumamente clarificadores de Michelet o de Hugo, con los que me encarnizo un poco en la época francesa de esta «fraternización») ni la «revolución psicoanalítica», ni siquiera hoy -y es el paso con más admiraciones pero también más inquietante del libro-, con aquellos que ya no admiten la autoridad de este paradigma greco-cristiano: Nietzsche y, con mayor discreción, Blanchot o Nancy. Quizá sea porque la fraternidad no les importó lo suficiente, me digo a veces ....



Jacques Derrida, ¿quiénes son sus amigos? No le estoy preguntando de quién es usted amigo, sino a quién ama, ya que una de las primeras distinciones de la historia de la amistad, en Platón o Aristóteles, indica que siempre es mejor amar que ser amado.

A mis amigos y mis amigas. Aunque tuviéramos tiempo y espacio para abordar esta pregunta, ahora me callaría. La respuesta pública se encontraría en el libro, a veces entre líneas, a veces a través de ciertos nombres propios, hacia el final. No están todos allí, pero indican suficientemente que todos y todas sólo podrían ser nombrados en singular: vocativo irreemplazable.

Como ve, finalmente todo se reduce a la cuestión de la singularidad y del número: ¿se puede tener más de un amigo, más de una amiga? ¿Cuántos? ¿Qué hay de la igualdad, de la alteridad y de la justicia a este propósito? Con el «más de uno» y «más de una» comienza quizá la política. La sensibilidad o la resistencia que uno manifiesta ante estas aporías predispone tal vez a la amistad, la amistad que a mí me gusta. Le ofrece más posibilidades, pero nunca es una condición. La amistad no pone condiciones ni espera devolución alguna: es igualdad sin reciprocidad ni simetría. Y allí donde sólo un pensamiento amigo puede dulcemente interrogar, desplazar, perturbar la autoridad del hermano, aunque fuese la del hermano idealizado, el pensamiento amigo se asemeja acaso, cuando se pone por escrito, al pensamiento de una amiga. No digo de una hermana, ¿aunque por qué no si la hermana no es ya un mero hermano?



Las más bellas páginas de Políticas de la amistad son, a mi juicio, las que consagra a Maurice Blanchot. Y sin embargo, su concepción de la amistad -«amistad sin esperar nada a cambio y sin reciprocidad, amistad para el que ha pasado sin dejar huellas, respuesta de la pasividad a la no presencia de lo desconocido» o «llamada a morir en común por la separación»- parece «imposible», insostenible. ¿Puede ello formar parte de una política de la amistad?

No; y aquí reside todo el problema. No, si se limita la política -o la democracia-, a sus rasgos hoy identificables o incontestados. Sueño con una política que siga siendo efectiva pero sin violentar la posibilidad, por muy improbable que sea, de esta amistad por encima de la reciprocidad, de la proximidad o de la identificación. En suma, con una política que no fuese injusta con «esta» amistad.

¿Es sólo un sueño? Tal vez. De todos modos, hay que tener en cuenta esta «vigilia»: que lo que parece imposible ya ha sido prometido y que, por lo tanto, se mantiene como pensable. Conservamos su memoria pensante cada vez que amamos, cada vez que traducimos las palabras de amor o de amistad. Cada vez que las hacemos, el amor y la amistad. Quizá en el origen de la política esté esta garantía, aunque una política, al ser inconmensurable con tal secreto, es siempre y debe permanecer siempre inadecuada.

Jacques Derrida






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